viernes, 11 de marzo de 2016

EL ABISMO ENTRE EL HOMBRE Y LA TIERRA



La Tierra ha desaparecido. Ya nada tiene que ver con nosotros y nosotros  nada que ver con ella. Hasta el Génesis ha caducado, ya ni del barro venimos, sino de una complejísima concatenación de causas encadenadas que se unen entre sí enlazadas por eslabones atados con nudos soldados y enganchados… no sé de donde venimos. Qué importa. Si todo está ahí, al alcance de la mano. Sólo basta preguntar donde se compra, y comprarlo.




            Los monjes de la nueva religión que busca la “Absoluta Comodidad”, como un moderno anhelo del antiguo Nirvana, viven en las megalópolis modernas, y somos nosotros. La tierra, la naturaleza, que de una y mil formas ataba al hombre antiguo de tan sólo algunos años atrás, ha desaparecido de nuestra vista y nos separa de ella un abismo profundo como un océano estelar.


            Ya no la necesitamos. Todo está en las góndolas de los nuevos templos. Entre el hombre y la Absoluta Comodidad ya no media la Tierra. El hombre urbano ha perdido todo lo que le quedaba de animalidad, para convertirse en una helada bestia débil de consumo.


            Ya no conoce el frío o el calor, sino la temperatura que marca un complicadísimo aparato de aire acondicionado. En casa, en el auto, el trabajo. Si falla, se enferma.

            Ya no conoce las voces de los demás, sus tonos, sus gestos, todo es una fotito al costado de un nombre en facebook.


            Su alimentación está garantizada. ¿Cómo comprender que no haya tomates en junio o mandarinas en marzo? Sería una herejía según los dogmas de nuestra nueva religión de la Absoluta Comodidad. No serviría de excusa ser un cultivo de verano. Como cuenta el evangelio, no le bastó a la higuera como razón no ser tiempo de higos cuando el señor los fue a buscar. Este se enfadó y la secó.


            Ya no prestamos atención a la dirección del viento. No miramos las nubes. No olemos las flores en primavera porque ni siquiera hay, y nuestros hijos ya no conocen los aromas que nos traían esos recuerdos. Para saber si es otoño debemos mirar el calendario porque no tenemos un árbol al alcance de nuestra vista para verificarlo viendo sus hojas caer.  




            Esta invisibilización de la tierra ha provocado como corolario el dejar de pensar en ella. Y no eso, sino que se ha transformado en una amenaza para los buenos ciudadanos. La lluvia, según los noticieros, es una “amenaza”, los mosquitos una plaga egipcia, los rayos del sol son mortales y debemos estar ocultos como el conde Drácula lo que dure el día. A la naturaleza ya no la vemos en sus plácidos ciclos plenos de armonía. Sólo volvemos a verla en sus aspectos catastróficos: tsunamis, terremotos, inundaciones, huracanes, epidemias. Todo esto no hace más que confirmar y acentuar la desconfianza del hombre urbano hacia la naturaleza, y ahondar el abismo que los separa.


            El hombre que busca la Absoluta Comodidad sueña con un aparatito que maneje todas las funciones de la casa, desde abrir la puerta de entrada hasta limpiarle el traste en el inodoro. Sueña con autos que prácticamente vuelen y nos protejan del mundo exterior. Con tecnologías de comunicación que suplanten la telepatía. Con una alimentación que no haya que ir a comprar, que cocinar, digerir, ni excretar. Con una salud física que exija un esfuerzo equivalente a que otro realice por uno los ejercicios necesarios. La belleza se consigue en un quirófano.


            Todo este anhelo cuasi religioso del Reposo Absoluto, practicado por el pensamiento urbanocéntrico ha desterrado por completo la problematización de las consecuencias del consumo masivo. Si la naturaleza ha dejado de existir, puesto que no se ve, nada de lo que se haga puede afectar a algo que no existe. Para nada importa el tipo de agricultura que se practique en lugares lejanos, el tipo de minería, de explotación petrolífera, de pesca, de ganadería, la propiedad de la tierra, la forestación, los negocios inmobiliarios.


            Lo que ha perdido de vista el pensamiento urbanocéntrico es que fuera de las murallas de la ciudad, existen unos alocados animales que viven inmersos en las garras de la más cruda barbarie. Se llaman campesinos, aborígenes, puebleros, isleros, etc. Ellos están mediados por completo por la naturaleza. Toda su vida depende de ella. Al despertar miran el viento, el río, los árboles moverse; miden los ciclos de siembra, auscultan a sus animales, sus frutales, sus sembrados. Miran el color de las montañas y la tonalidad de los arroyos.


            Para nada sabe el cultor de la Absoluta Comodidad, que furibundos inversores, empresarios y políticos aniquilan la vida, la tierra, poblados, selvas, ríos, montañas, valles, para satisfacer la demanda de los objetos de la religión actual del Acumulamiento Astronómico de cosas. Y la contradicción ha llegado al delirio: es de la misma ciudad de donde proceden las mayores protestas contra estas formas depredadoras que abastecen nuestro consumo. Una Cosa para cada cosa es uno de los mandamientos principales.


            Nada importa, mientras los templos de la nueva religión estén bien surtidos de las nuevas tecnoestatuitas. Lo dijo Luca Prodan: “el tiempo pasa, nos vamos volviendo Tecnos”. Nada importa. En su búsqueda religiosa, un día, quizás no muy lejano, el buen consumidor dará vuelta su cara hacia el exterior de la ciudad, incrédulo, al preguntarse porqué no había tomates en junio ni mandarinas en marzo, y descubrirá que sólo queda en pie su templo, una enorme, monstruosa ciudad, rodeada de un desolador y silencioso desierto.



1 comentario: