La Tierra ha
desaparecido. Ya nada tiene que ver con nosotros y nosotros nada que ver con ella. Hasta el Génesis ha
caducado, ya ni del barro venimos, sino de una complejísima concatenación de
causas encadenadas que se unen entre sí enlazadas por eslabones atados con
nudos soldados y enganchados… no sé de donde venimos. Qué importa. Si todo está
ahí, al alcance de la mano. Sólo basta preguntar donde se compra, y comprarlo.
Los
monjes de la nueva religión que busca la “Absoluta Comodidad”, como un moderno
anhelo del antiguo Nirvana, viven en las megalópolis modernas, y somos
nosotros. La tierra, la naturaleza, que de una y mil formas ataba al hombre
antiguo de tan sólo algunos años atrás, ha desaparecido de nuestra vista y nos
separa de ella un abismo profundo como un océano estelar.
Ya
no la necesitamos. Todo está en las góndolas de los nuevos templos. Entre el
hombre y la
Absoluta Comodidad ya no media la Tierra. El hombre urbano ha
perdido todo lo que le quedaba de animalidad, para convertirse en una helada
bestia débil de consumo.
Ya
no conoce el frío o el calor, sino la temperatura que marca un complicadísimo
aparato de aire acondicionado. En casa, en el auto, el trabajo. Si falla, se
enferma.
Ya
no conoce las voces de los demás, sus tonos, sus gestos, todo es una fotito al
costado de un nombre en facebook.
Su
alimentación está garantizada. ¿Cómo comprender que no haya tomates en junio o
mandarinas en marzo? Sería una herejía según los dogmas de nuestra nueva
religión de la
Absoluta Comodidad. No serviría de excusa ser un cultivo de
verano. Como cuenta el evangelio, no le bastó a la higuera como razón no ser
tiempo de higos cuando el señor los fue a buscar. Este se enfadó y la secó.
Ya
no prestamos atención a la dirección del viento. No miramos las nubes. No
olemos las flores en primavera porque ni siquiera hay, y nuestros hijos ya no
conocen los aromas que nos traían esos recuerdos. Para saber si es otoño
debemos mirar el calendario porque no tenemos un árbol al alcance de nuestra
vista para verificarlo viendo sus hojas caer.
Esta
invisibilización de la tierra ha provocado como corolario el dejar de pensar en
ella. Y no eso, sino que se ha transformado en una amenaza para los buenos
ciudadanos. La lluvia, según los noticieros, es una “amenaza”, los mosquitos
una plaga egipcia, los rayos del sol son mortales y debemos estar ocultos como
el conde Drácula lo que dure el día. A la naturaleza ya no la vemos en sus
plácidos ciclos plenos de armonía. Sólo volvemos a verla en sus aspectos
catastróficos: tsunamis, terremotos, inundaciones, huracanes, epidemias. Todo
esto no hace más que confirmar y acentuar la desconfianza del hombre urbano hacia
la naturaleza, y ahondar el abismo que los separa.
El
hombre que busca la Absoluta
Comodidad sueña con un aparatito que maneje todas las
funciones de la casa, desde abrir la puerta de entrada hasta limpiarle el
traste en el inodoro. Sueña con autos que prácticamente vuelen y nos protejan
del mundo exterior. Con tecnologías de comunicación que suplanten la telepatía.
Con una alimentación que no haya que ir a comprar, que cocinar, digerir, ni
excretar. Con una salud física que exija un esfuerzo equivalente a que otro
realice por uno los ejercicios necesarios. La belleza se consigue en un
quirófano.
Todo
este anhelo cuasi religioso del Reposo Absoluto, practicado por el pensamiento
urbanocéntrico ha desterrado por completo la problematización de las
consecuencias del consumo masivo. Si la naturaleza ha dejado de existir, puesto
que no se ve, nada de lo que se haga puede afectar a algo que no existe. Para
nada importa el tipo de agricultura que se practique en lugares lejanos, el
tipo de minería, de explotación petrolífera, de pesca, de ganadería, la propiedad
de la tierra, la forestación, los negocios inmobiliarios.
Lo
que ha perdido de vista el pensamiento urbanocéntrico es que fuera de las
murallas de la ciudad, existen unos alocados animales que viven inmersos en las
garras de la más cruda barbarie. Se llaman campesinos, aborígenes, puebleros, isleros,
etc. Ellos están mediados por completo por la naturaleza. Toda su vida depende
de ella. Al despertar miran el viento, el río, los árboles moverse; miden los
ciclos de siembra, auscultan a sus animales, sus frutales, sus sembrados. Miran
el color de las montañas y la tonalidad de los arroyos.
Para
nada sabe el cultor de la Absoluta
Comodidad, que furibundos inversores, empresarios y políticos
aniquilan la vida, la tierra, poblados, selvas, ríos, montañas, valles, para
satisfacer la demanda de los objetos de la religión actual del Acumulamiento Astronómico
de cosas. Y la contradicción ha llegado al delirio: es de la misma ciudad de
donde proceden las mayores protestas contra estas formas depredadoras que
abastecen nuestro consumo. Una Cosa para cada cosa es uno de los mandamientos
principales.
Nada
importa, mientras los templos de la nueva religión estén bien surtidos de las
nuevas tecnoestatuitas. Lo dijo Luca Prodan: “el tiempo pasa, nos vamos
volviendo Tecnos”. Nada importa. En su búsqueda religiosa, un día, quizás no
muy lejano, el buen consumidor dará vuelta su cara hacia el exterior de la
ciudad, incrédulo, al preguntarse porqué no había tomates en junio ni
mandarinas en marzo, y descubrirá que sólo queda en pie su templo, una enorme,
monstruosa ciudad, rodeada de un desolador y silencioso desierto.
¡Buenísimo!
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