El abogado visitaba poco su
lugarcito isleño, pues se hallaba muy ocupado en pleitos que le dejaban mucho
dinero para comprar cosas. Algunas le obligaban a permanecer atado cada vez más
a ellas y aumentar a su vez los gastos, como autos a los que había que cuidar,
casas y departamentos de los que ocuparse, personal que haga cosas sencillas
por él, clubes y salidas muy importantes, que requerían a su vez buenos
vestidos y teléfonos modernos para ser vistos por los amigos.
Por eso llegaba poco a la isla el
doctor, cada vez en un yate diferente, con un marinero vestido de blanco a
bordo.
Don Mañán lo saludaba, y se
entristecía al ver a ese hombre joven cada vez más demacrado, canoso y con
mirada dura. El abogado, quizás por esas cosas de contarle las cuitas a quien
uno no considera importante, le lloraba al isleño que el dinero no le
alcanzaba, que la economía estaba complicada, que los colegios cada día
aumentaban las cuotas, la obra social, que la esposa se fue de la casa con un
compañero del estudio jurídico.
Cada vez que el letrado iba a la
casita del arroyo, sufría de algún mal diferente: dolor de estómago, ataques de
pánico, un leve infarto del que el cielo le permitió salvarse.
Sus hijos ya no quisieron verlo,
por más regalos que les hizo, ya que Torres García prácticamente vivía para los
pleitos judiciales y las reuniones.
A sus 47 años, el doctor se
encontraba solo, con su salud deteriorada, y repleto de dinero en su cuenta. La
madre del abogado murió y en la vieja casona materna encontró un cofrecito
lleno perlas, piedras preciosas, anillos y collares. Nunca supo por qué, se
acordó de aquel isleño viejo, que lo sorprendía con su férrea salud y vitalidad
a su más de 70 años.
Una mañana don Manuel Mañán vio
llegar otro yate nuevo hasta lo del doctor. Lo vio bajar con algo en la mano, y
se acercó hasta su casa. Allí lo saludó y le entregó el cofre con el tesoro
dentro. El isleño lo recibió sereno, dio las gracias,escuchó los lamentos del
citadino y se metió en el rancho.
Meses después, el viejo Manuel
oyó que se acercaba el barco del abogado. Éste bajó al muelle de su casita de
fin de semana, pero al mirar hacia lo del isleño, no pudo más que pegar un
grito de horror. Allí estaba, don Mañán, bajo el eucalipto, lanzando las
piedras preciosas a las cotorras con una gomera. Con brutal puntería lanzaba
perlas, rubíes, anillitos de oro y diamante, que luego de impactar en los
pajarracos, caían al arroyo para perderse en el fondo barroso. Como pudo, el
doctor corrió hasta allí y comenzó a increparlo.
“¡¿Cómo es posible que esté
desperdiciando ese tesoro en las cotorras?! ¡¿Se ha vuelto loco?!”
El isleño bajó la gomera y lo
miró piadosamente, como a un pobre niño. “¡oh, querido vecino!”, dijo el viejo,
“no he hecho más que copiar lo que usted me cuenta que hace todo el tiempo”.
El abogado no entendía nada de lo
que el isleño le decía. “¿Acaso usted no ha pasado su vida desperdiciando el
tesoro más preciado en cosas tan ínfimas como las cotorras? ¿Acaso usted no ha
tirado al agua el mayor valor persiguiendo ilusorias felicidades? ¿No ha usted
gastado su salud y su vida en cotorras? Vaya mi amigo, y déjeme a mí también
darme el gusto de tirar piedras preciosas a los pájaros.”