El
sabio taoísta se comporta como el nogal. Este árbol no se aferra a sus
frutos (lo mejor que tiene para dar de sí), sino que simplemente, en
silencio, los produce internamente durante largos meses y después los
suelta. Luego, con su enorme humildad, larga toda su hojarasca seca y
entonces esos maravillosos frutos quedan ocultos, tapados, invisibles.
No es árbol que haga alarde de su hacer. Su producción no es colorida ni vistosa, ni es sostenida en lo alto de las ramas para espectáculo del mundo.
Su fruto, la nuez, es austera, marrón, opaca, escondida en el suelo bajo la capa ocre de hojas secas. Nadie ve sus frutos.
Solo quien está dispuesto a mirar hacia abajo, la vista a la tierra, a
revolver la hojarasca doblando la espalda, los encuentra y goza de su
delicioso y nutritivo fruto. Así son los verdaderos maestros, solo
aparecen cuando uno está preparado para verlos y recibir su enseñanza.
El sabio taoísta se comporta de la misma forma con sus “frutos”. Son
invisibles para los demás, él no hace alarde de ellos, los oculta en la
hojarasca de lo cotidiano, de lo ordinario, de lo insípido de lo obvio y
mundano. Es de los que “parecen menos, pero pa dentro crecen”.
Solo aquel que está despierto, que no se deja enceguecer por los fuegos
artificiales de los ruidosos “benefactores de la humanidad”, ve los
frutos ocultos del Tao que trabaja en silencio, por detrás, siempre
abajo, tapado, invisible.
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