lunes, 10 de mayo de 2021

Así habló el brujo


 

No habló el brujo de un abstracto amor universal ni de esa ñoñería de amar a toda la humanidad.


Me habló susurrando a mi corazón, entre locas canciones y el silbo salvaje del juncal. Me habló de ese amor crudo, palpable, real de los actos cotidianos hacia las personas concretas que te rodean.


De ese que sabe ceder cuando una tensión podría romperlo todo y que en el vacío se transmuta en abrazo y re-unión.


Del que está cuando todos andan sueltos y risueños pero hay uno en un rincón con la mirada lejos.


De ese amor que acompaña al hijo, aún sin comprender. 


De ese amor transformador de quien logra actuar siempre desde una conciencia superior, fuera de su propio "cómo deben ser las cosas" resolviendo fácil, casi que sin hacer, asuntos realmente complejos.


De ese que desde una voluntad interior impecable, inconmovible, hace lo que siente en lo más profundo de su ser y sigue el Camino que se ha impuesto a sí mismo. 


De ese que desde la atención vigilante puede desactivar en el acto un mal humor, una mala contestación, un gesto de mierda, una estúpida ofensa, un frío silencio cargado de veneno.


Del que es abierto, no centrado y enfrascado en su tan especial búsqueda superior que permanece ciego y desinteresado ante el mundo interno de todos lo demás.


El brujo me susurró de ese profundo amor a la vida, a la libertad, a la experiencia sin el tamiz del dogma, la ideología o la oxidada moral de esos encapuchados del mundo viejo.


El amor a estar en el río y al sol compartiendo el no hacer nada con todos los que van al margen de las autopistas, como aquellos excéntricos siete sabios del bosquecillo de bambú.


Del que comprende al fin a esos padres que no tuvieron la menor idea y que llegaron hasta donde supieron y pudieron.


El que ama a todos no ama en verdad a nadie.

 

Quien se escapa de sus sombríos rincones los proyecta en los demás llenándolos de sombras propias. Sobre todo en los que están más cerca y lo aman.


El que se conoce a sí mismo realmente no puede más que tener un corazón abierto y compasivo.


De ese amor me habló el brujo. Del que es tan abrumador que al otro le hace bajar la guardia y lo desarma por completo. 


Del que calla una opinión porque no es el momento indicado, y porque en definitiva no tiene la menor importancia. El que dice la palabra, incluso con dureza, para remover el impedimento de su amigo o de su amante.


De ese amor que si bien no participa emocionalmente de los caóticos asuntos del mundo, jamás desatendería afectivamente a quienes sí lo hacen.


De ese amor me habló el brujo, del que se expresa en acto. Del que mete la mano en el bolsillo, del que pone un plato más, del que abre el cajón y saca uno de los dos pantalones que tiene, del que no guarda un vino bueno para cuando venga el personaje importante, sino que lo comparte con el que ha venido hoy a tocar la puerta y a compartir la mesa sencilla.


De ese que deja pasar una afrenta porque entiende que no es con él, sino que proviene de un profundo y lejano dolor.


De ese que no cree en un dios al que hay que rendir cuentas, sino que sabe fehacientemente que la divinidad habita en cada persona, y que hacia ellas se debe la auténtica devoción.


Ese que descarta la espiritualidad (sea lo que sea eso) alienante y aislante, la permanente inteligencia, la pronta respuesta, la necesidad de razón y la aguda opinión. ¡Qué impedimentos! No son más que obstáculos en el camino del amor del que el brujo me habló.


No lo dudes ni un segundo -me dijo-, desde allí, desde ese amor del que te hablo, siempre tus pasos hallarán el camino correcto y la respuesta clara a tus enigmas.


Solamente no te distraigas, me dijo.


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