jueves, 10 de enero de 2019

¡Ni siquiera sos un burro!




El viejo Yapura me contó durante una visita por un dolor de rodilla, que se había criado en Tilcara.

Lo cuidó varios años un personaje lugareño al que le decían Quitupí; jamás supo su  nombre real. Era un borracho, espontáneo como un cambio de viento.

Tenía una quintita, unas cabras, y a dos días de camino del pueblo, unas llamitas, vacas y burros.

Don Yapu me contaba que no sabe porqué, sin haber recibido una estricta educación de sus padres, a los que casi ni conoció, se sometía a sí mismo a tanta disciplina y auto exigencia. Despertarse siempre a la misma hora antes del sol, comer a horarios prefijados, determinado tipo de alimentos, vivir especulando con eventos futuros para poder predecirlos y resolverlos.

Se sentía muy desgraciado puesto que vivía preso de sí mismo y sus rígidas estructuras. Y el Quitupí, siempre durante sus borracheras lo fustigaba gritándole: "sos un infeliz porque ni siquiera sos un burro!"

Él dormía a cualquier hora, comía si quería y si no quería no comía. Si empezaban una caminata hacia el pueblo que duraría dos días, pero se aburría o se cansaba a la media hora, suspendía todo y se pegaba la vuelta al rancho, y don Yapura se quedaba incrédulo, con todos los preparativos en la espalda.

O si tenía hambre a las diez de la mañana, se comía las provisiones de todo el día "y después vería pué".

Siempre Sonreía el Quitupí. Jamás estuvo preocupado. "¡Ni siquiera sos un burro!" le gritaba él, "por eso andas siempre con esa cara larga".

Don Yapu pensaba y se esforzaba por comprender y desentrañar el misterio de la frase del Quitupí sobre los burros.

Tomó una decisión, se quedaría viviendo en el corral con los burros hasta descubrirlo. El Quitupí se rió de buena gana y lo dejó hacer.

Durmió en el corral entre los animales, sufrió patadas, mordiscones, frío y hambre atroz.

El borrachín, muerto de risa le tiraba puñados de maíz en la cabeza, y los burros se lo disputaban a empujones y gritos. "¿No lo entendiste todavía?", le gritaba desde la ventana y se retorcía de risa.

Yapura, a los tres días de ya ni sentir el cuerpo congelado, muerto de hambre y tapado de polvo, tuvo un súbito impulso. Se puso a gritar y a rebuznar con todas sus fuerzas, cagó y meó profusamente en el corral, corrió y pateó a los demás burros, hasta caer agotado en el suelo, pero con una sonrisa que ya no lo abandonaría jamás.

El Quitupí, desde la ventana, abrió un vinito para celebrar que el chico había entendido todo al final.

Don Yapu jamás dejó de reír, de estar feliz. Volvió al Siambón, al Tucumán de sus abuelos, con el secreto de los burros, de ser "al menos un burro".

Me dijo Yapura mientras le quitaba las agujas y le pedía que moviera la pierna, que el burro es espontáneo como un cambio de viento. Si quiere cagar, caga, si se enoja, muerde y patea, si tiene sueño, duerme, si tiene hambre come. Si se empaca, no hay cristo que lo nueva del lugar.

Todo eso me contó don Yapura. Tomamos un mate cocido, y su mirada y sus recuerdos se orientaban al norte, hacia el lejano Tilcara y a su maestro, el borracho risueño y libre Quitupí.

Jbv

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