jueves, 10 de enero de 2019

Para quién se prenden las velas






Cuando salgo a andar por el Siambón y paso por el humilde santuario que los lugareños construyeron para el santo gaucho Antonio Gil, siempre le hago una reverencia y le dejo como ofrenda una plantita de diente de león o carqueja entre los cigarros y las cajas de vino, las latas de cerveza o petaquitas de alcohol fuerte que el pueblo le deja, para que cuide su hígado un poco.

La otra vuelta ya me retiraba. El santuarito está en una alta loma desde la que se ven los cerros, los pinares, y a lo lejos el imponente monasterio de la religión oficial.

Vi que venían a caballo dos changuitos descalzos, montados sobre una sucia sudadera, y a bocado e' soga nomás. Frenaron al zaino. El que iba atrás bajó rápidamente, corrió hasta la grutita, se agachó con reverencia y vi que dejaba algo como ofrenda. Subió de nuevo al caballo y los vi alejarse por la loma. Detrás, al fondo, solitario, solemne, imponente, callaba su distancia el monasterio benedictino.

Me acerqué de nuevo. Una velita gastada y humilde llameaba al cielo toda la devoción de un nadiecito de tierra adentro hacia ese gaucho matrero, cristo (ungido por el pueblo) y santo de los pobres argentinos.

Jbv

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