miércoles, 5 de octubre de 2022

De santos y pecadores


 


El ego y la sombra se alimentan al mismo tiempo y crecen juntos.

La sombra se construye con los desechos del ego, del yo conciente.


Y se nos aparece exteriormente disfrazada de aquellos que nos producen la mayor irritación.

Cuando reaccionamos desproporcionadamente frente a un rasgo determinado de alguien podemos estar seguros de que nos hallamos bajo los dominios de nuestra sombra.


Mi santo y mi pecador tropezaron entre sí promediando la mitad de mi vida.

Se sentaron en una mesa de la cantina más cutre del barrio.

Compartieron un tecito mágico, un áspero vinito regional.


Entre sermones del santo y retruques del pecador me vi en la escena en la que Confucio huye de vergüenza frente al bandido Shi, que lo obliga a verse a sí mismo como más abyecto que el peor de los ladrones.


Como dos ebrios, primero se tomaron a golpes y acusaciones, y terminaron abrazados en la vereda encarando trasnochados la orilla del gran río.


Olvidaron la santidad, también la maldad, y se hicieron un poquito más brujos que virtuosos.


Ese encuentro los hizo más compasivos. Verse lo hace a uno más humilde, más apaciguado y menos exigente.

Y también capaz de hacer lo que hay que hacer sin demorarse mucho en el dualismo.


Sin ese abrazo y sus insospechadas consecuencias desequilibrantes no puede haber ninguna conciencia.

No se puede controlar este proceso como se controla la dieta, un ritual de no sé qué o determinada práctica pautada.


Es al abismo, al callejón, con el facón desenfundado y haciendo de tripas corazón.

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