Despreciar el mundo y la vida propia tal como es puede provocar el escapismo a regiones ideales y fantásticas.
Es una peligrosa enfermedad del espíritu.
La falta de vitalidad y el agobio amenazan hermanarse con visiones fatídicas, apocalípticas y de anhelados pasajes a otras dimensiones mejores que las que nos tocaron en suerte.
O a refugiarse en ideologías etéreas desconectadas de toda historia biológica o evolutiva.
Establecer imágenes ilusorias de sí mismo, búsquedas en lugares y conductas de “más alta vibración” y filosofías exóticas que siempre se encuentran allá y nunca acá.
El reencuentro con la verdad es trágico y liberador. Abrir los ojos a la especie, al animal que somos, al pulso vital, a la fuerza interior, a la voluntad de existir aquí y ahora tal como es.
El universo propio rebrota atractivo y cargado nuevamente del significado numinoso que fuimos a buscar a lejas y brumosas montañas llenas de sabios y cosmologías ajenas.
Me quité las sandalias andariegas, me agaché hacia mi propia tierra y todo floreció con el impulso de la más nutriente verdad.
“El reino de Dios no vendrá espectacularmente, ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el reino de Dios está dentro de vosotros”.
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