lunes, 6 de abril de 2015

Cuentos Taoíslas: El ceibo entre los álamos

En algún arroyo isleño, entre los infinitos cuadros de forestación de álamos, había quedado un viejo ceibo. No era muy grande a pesar de su edad; retorcido, babeante, al pie de una acequia, sereno y silencioso. Sólo a un hornero servía de hogar su rama, y a los tábanos que ponen sus huevos en él.



            A su alrededor, los álamos se erguían majestuosos, plateados, rectos, altos y silbantes cuando el viento sudeste atravesaba sus copas.

            Entre ellos comentaban:
-¿Se han fijado qué pequeño es el viejo ceibo?, dijo uno.
-¿Qué feo aspecto tiene, ni sus flores asoman ya a su debido tiempo?, chicaneó otro.
-Además, fíjense en qué poco tiempo hemos crecido nosotros, cuánta altura hemos ganado en estos breves años, y ahí, el viejo ceibo, a pesar de tener más de ochenta, no ha pasado la altura del vuelo de una gallineta, comentó despectivo un tercero.
-Ninguno de los peones de la quinta le dedica la menor atención, mientras a nosotros nos quitan las malezas, las plagas, y nos cortan las ramas desprolijas, agregó un cuarto.



El viejo ceibo sólo escuchaba y mantenía en silencio su esencia de árbol.

Al cabo de un tiempo, la cuadrilla de peones llegó en pleno. Las motosierras sonaron esa semana todos los días desde el alba hasta el atardecer. Los orgullosos álamos fueron cayendo uno tras otro. Fueron trozados en tramos de dos metros de manera minuciosa, desgajados, y llevados en zorras de fierro hasta la costa, donde un barco los buscaría para llevarlos a la planta de pasta celulosa y al aserradero.

Nadie prestó atención al viejo ceibo, que con vacía serenidad, contemplaba el desmonte. Nada lo sorprendió. Había visto plantar, cuidar y crecer miles de álamos a su alrededor durante décadas. Una y otra vez, los árboles eran plantados, cuidados y cortados por la utilidad que tiene su madera para hacer papel, o muebles.



El maestro del viejo ceibo, ya muerto tras la gran marea del 40, cuando la isla era un gigantesco monte frutal, le había dicho las palabras que guardó siempre en su interior: “¿Para qué apresurarme? ¿porqué buscar ser lo que no es mi naturaleza y una utilidad que no es la mía, y que sólo me condenaría? Solamente la tarea que es tuya es la importante, aunque sólo lo sea para ti y a todos parezca menor. ¿Quieres que me parezca a esos árboles tan hermosos que hay por ahí? Naranjos, manzanos, limoneros, mandarinos, ciruelos, durazneros, todas plantas que cuando el fruto madura sufren el despojo y el saqueo, y así ven sus ramas grandes quebradas y las pequeñas dañadas. Y al que no da buen fruto, se lo corta y quema a un lado. A esos árboles, su utilidad les ha amargado la vida, y por eso mueren prematuramente, a medio camino, sin haber podido completar su ciclo natural. Ellos mismos se han buscado la desgracia. Y lo mismo ocurre con todas las cosas. Hace largos años que busco la total inutilidad y el sereno, imparcial y profundo vacío, y los pájaros vienen a posarse sobre mí y el quintero matea bajo la sombra de mi inútil madera en las tardes de calor”.


            El viejo ceibo callaba y entendía que todo lo que el maestro decía de los frutales, les cabía hoy a los álamos altivos. Y su pequeña sombra, tras el desmonte, era refugio de los perros del hombre en el agobiante verano.



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