En algún arroyo isleño, entre los
infinitos cuadros de forestación de álamos, había quedado un viejo ceibo. No era
muy grande a pesar de su edad; retorcido, babeante, al pie de una acequia,
sereno y silencioso. Sólo a un hornero servía de hogar su rama, y a los tábanos
que ponen sus huevos en él.
A
su alrededor, los álamos se erguían majestuosos, plateados, rectos, altos y
silbantes cuando el viento sudeste atravesaba sus copas.
Entre
ellos comentaban:
-¿Se han fijado qué pequeño es el
viejo ceibo?, dijo uno.
-¿Qué feo aspecto tiene, ni sus
flores asoman ya a su debido tiempo?, chicaneó otro.
-Además, fíjense en qué poco
tiempo hemos crecido nosotros, cuánta altura hemos ganado en estos breves años,
y ahí, el viejo ceibo, a pesar de tener más de ochenta, no ha pasado la altura
del vuelo de una gallineta, comentó despectivo un tercero.
-Ninguno de los peones de la
quinta le dedica la menor atención, mientras a nosotros nos quitan las malezas,
las plagas, y nos cortan las ramas desprolijas, agregó un cuarto.
El viejo ceibo sólo escuchaba y
mantenía en silencio su esencia de árbol.
Al cabo de un tiempo, la
cuadrilla de peones llegó en pleno. Las motosierras sonaron esa semana todos
los días desde el alba hasta el atardecer. Los orgullosos álamos fueron cayendo
uno tras otro. Fueron trozados en tramos de dos metros de manera minuciosa,
desgajados, y llevados en zorras de fierro hasta la costa, donde un barco los
buscaría para llevarlos a la planta de pasta celulosa y al aserradero.
Nadie prestó atención al viejo
ceibo, que con vacía serenidad, contemplaba el desmonte. Nada lo sorprendió.
Había visto plantar, cuidar y crecer miles de álamos a su alrededor durante
décadas. Una y otra vez, los árboles eran plantados, cuidados y cortados por la
utilidad que tiene su madera para hacer papel, o muebles.
El maestro del viejo ceibo, ya
muerto tras la gran marea del 40, cuando la isla era un gigantesco monte frutal,
le había dicho las palabras que guardó siempre en su interior: “¿Para qué apresurarme? ¿porqué buscar ser
lo que no es mi naturaleza y una utilidad que no es la mía, y que sólo me
condenaría? Solamente la tarea que es tuya es la importante, aunque sólo lo sea
para ti y a todos parezca menor. ¿Quieres que me parezca a esos árboles tan
hermosos que hay por ahí? Naranjos, manzanos, limoneros, mandarinos, ciruelos,
durazneros, todas plantas que cuando el fruto madura sufren el despojo y el
saqueo, y así ven sus ramas grandes quebradas y las pequeñas dañadas. Y al que
no da buen fruto, se lo corta y quema a un lado. A esos árboles, su utilidad
les ha amargado la vida, y por eso mueren prematuramente, a medio camino, sin
haber podido completar su ciclo natural. Ellos mismos se han buscado la
desgracia. Y lo mismo ocurre con todas las cosas. Hace largos años que busco la
total inutilidad y el sereno, imparcial y profundo vacío, y los pájaros vienen
a posarse sobre mí y el quintero matea bajo la sombra de mi inútil madera en
las tardes de calor”.
El
viejo ceibo callaba y entendía que todo lo que el maestro decía de los
frutales, les cabía hoy a los álamos altivos. Y su pequeña sombra, tras el
desmonte, era refugio de los perros del hombre en el agobiante verano.
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