domingo, 16 de enero de 2022

Hacerse templo


 


Un momento de inactividad cotidiana desligada de cualquier fin y objetivo es mi remanso salvador.


La divina inoperancia que nada deja sin hacer.


Olvidarme del cuerpo, de la búsqueda, de toda forma ritual, de toda ceremonia, de toda práctica aprendida de meditación o adoración. 


Sencillamente estar y no ir en mis pensamientos más allá de la situación en un portentoso aquietamiento interior que absorbe todo y nada es capaz de perturbar.


No controlar la respiración, ni la postura, ni el foco de la mente.

El privilegio de sentarse ahí a contemplar sin juicio ni calificación el espectáculo que presenta el mundo frente al río y de espaldas a la in-civilización.


Comprender que todo forma parte de un organismo viviendo o de una orquesta tocando.


 El río está hinchado y grande y hace bailar a los juncos que no le resisten, los pájaros van de acá para allá, en caravana las hormigas cargan y trasladan secretas mercancías,  un puñado de nosotros ahí ejercitando el mero estar como sobras y excrecencias de este mundo utilitario, aterrorizado y psicópata. El sol, el viento, las nubes, todo una sola cosa. Es grandioso y brindo por eso.


Enfrentarse a la propia incomodidad, a la inquietud, a la sorpresa de sentirse en paz, o al asombro frente al armonioso y cotidiano concierto de la naturaleza.


Comprender que todo es un templo y hacerse uno con él, y pintarlo como nuestros ancestros en las cuevas del corazón.


Contemplar es la sagrada no-práctica que nos devuelve al seno de la madre y a la consciencia del padre Amado que es anterior a todas las cosas.

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