domingo, 16 de enero de 2022

La santa ociocidad

 La tontísima futilidad del permanente andar anhelando esto o aquello, el drenaje que significa la pasión desmedida que depositan algunos en adquirir esos sueños de plástico, queda evidenciada por la extraña beatitud que nos invade cuando todo eso se cae a pedazos, y la niebla de la primera frustración ha pasado burlándose de nosotros.


Cuando solo queda sentarse a la sombra de ese arbolito a mirar el polvaredal del waira muyo que pasa girando bajo el calor agobiante.


Y así todo, ya nada tiene importancia y todo está bastante bien así. 


Tener cosas, no tenerlas… ¿Qué diablos importa a los fines de nuestra pequeña e insignificante existencia? ¿Perderse la vida, que dura lo que un relámpago, en correr detrás de la vanidad y el viento?


Muchas doctrinas santurronas condenan las posesiones, yo humildemente presumo que lo penoso es el espectáculo de un triste hombre poseído por sus pertenencias.


Alguien es libre cuando puede tenerlas, no tenerlas, ¿Qué más da?


Claro que algunas cosas básicas son necesarias para el despliegue de la vida y poder ocuparse de algo un poco más sublime que la mera supervivencia. 


Pero qué tormenta de boberías suele seguir al límite de lo necesario…


Yo pienso en ese niño saludable que no precisa más que un palito y dos piedras para ingresar al mágico mundo del juego, del cual es amo y señor y nada puede poseerlo. 


Y observo a esos otros niños que sin el último juguete que vende la tele no son capaces de imaginación y risa.


Ando un sendero incierto de retorno a esa niñez, descartando  todo lo que quiere tender una mano para agarrarme, y lo convierto en alas para escaparme con mi ilusión superesport.


No por santidad -dios me libre y guarde de ella- sino por comodidad, conveniencia y muy mucho de gustar de la -esta sí- santa ociocidad.

.

.

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario