Salió temprano de madrugada, como un ladrón, dejando atrás casa, esposa, hijos y tareas ordinarias.
Buscó en lejanos viñedos el vino del despertar. Y solo encontró borrachera y resaca.
Halló misterio en la selva,
Aire puro y helado en la montaña,
Inmensa vastedad en la llanura,
Y loca agitación en el mar.
Estudió todos los libros y practicó todos los rituales sagrados de los sacerdotes de los mil credos.
Mortificaciones y austeridades fueron sus vanidades,
Ayunos y muy concientes preparaciones alimenticias lo mantuvieron purificado y librado del pecado del mundo.
Sostuvo por largas jornadas las más santas posturas e hizo circular su álito vital por todos los meridianos de su cuerpo.
Pero esos lejanos viñedos lo embriagaron cada vez más. Y como un perro hambriento cada día buscó más desesperadamente el alimento que no podía sacarlo.
Agotado cruzó otra vez valles, desiertos y ríos. Visitó instructores y sabios maestros.
En el arroyo, mientras cruzaba con una barca vio el reflejo de su rostro, viejo, torturado, serio, solemne.
Al otro lado, un joven extraño ofrecía un agua nueva a quienes quisieran beberla.
Era un agua que se bebía de los ojos de un niño.
Al pasar a su lado, algo de ese manantial cayó en sus labios y ya no tuvo sed. Volvió a cruzar el río, y al observarse se vió más fresco y su ceño ya no estaba fruncido.
Cada pisada de regreso era total, no había ya bruma de un ayer o un mañana en su mirar.
Ya en casa era como un niño, y al entrar comprendió que ese era su reino. Toda su familia aún dormía.
Su esposa lo encontró al despertar con una serena sonrisa, preparando el humilde desayuno de mate cocido y pan.
Los hijos fueron llegando a la mesa y besaban en la frente a su padre niño, y salieron a jugar.
Todo era absolutamente igual. Todo era observado por un Testigo completamente nuevo.
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